O también: Infórmese Vd. Sr. Garzón.
El «Diario de un pistolero anarquista» reproduce los detalles de ejecuciones y asaltos a iglesias El desprestigio internacional de la República española cuando se descubrieron los primeros asesinatos indiscriminados a manos de milicianos es fácilmente comprensible después de la lectura del diario que un miembro de las Patrullas de Control de FAI en Barcelona escribió de puño y letra, como una confesión y casi con un punto de arrepentimiento.
Ese material estaba guardado en la casa de José S., en Londres, ciudad a la que pudo llegar antes de que terminase la Guerra Civil, junto a otros documentos, y llegó a manos del historiador Miquel Mir a través de Mauricio B., un plácido anciano que en su juventud (siendo un adolescente de 14 años en 1936) fue ayudante de un miembro de estas patrullas. Ahora se publican con el título de «Diario de un pistolero anarquista» (Destino). Enemigos de la revolución José S. tenía 43 años cuando estalló la Guerra Civil. Procedía de un pequeño pueblo del Penedès barcelonés, había luchado en la guerra del Rif, se afilió a la CNT cuando fue a buscar fortuna a la capital catalana, conoció los años del pistolerismo y se formó como mecánico de coches, su gran pasión. Y conduciendo un camión con las siglas de la FAI pintadas en blanco realizó sus primeras acciones como miembro de las Patrullas de Control. Sus misiones eran las de incautar bienes en las iglesias y en las casas de adineradas familias o de los que consideraban enemigos de la revolución. Estas operaciones acaban con el asesinato de religiosos y gentes sin significación política especial. Entre el 18 de julio de 1936 y el mes de septiembre fueron asesinadas en Cataluña 4.682 personas.
«Estas operaciones se hacían siempre durante la noche, de forma clandestina. Nos desplazábamos en las casas donde había que hacer el registro, nos llevábamos al sospechoso al camión y cuando estábamos en un descampado de las afueras de Barcelona, les metíamos un tiro y los dejábamos en las carreteras o caminos», escribe a lápiz en un libro de pastas negras con una pequeña fotografía del puerto de Barcelona. Y añade: «Recuerdo que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo, morir». El responsable de estas patrullas era Manuel Escorza del Val, un personaje siniestro, según la propia descripción de José S.: «Tenía un carácter duro y violento, era de muy poca estatura porque tenía atrofiadas las piernas por una parálisis y se tenía que mover con unas muletas de inválido. Manuel Escorza se convirtió en uno de los cabecillas anarquistas más sanguinarios por sus órdenes que daba y que los patrulleros teníamos que cumplir, ya que teníamos miedo por su poder». Los Servicios de Investigación de la FAI estaban en Vía Layetana 30, que era la casa de Francesc Cambó, que había sido confiscada. En las tapias del cementerio Para evitar la alarma que en la población causaba la aparición de estos muertos en la carretera de L’Arrabassada, Horta o Vallvidriera, Escorza dio la orden de hacer desaparecer los cuerpos si las patrullas, que actuaban a cara descubierta, podían ser identificadas por familiares. «Y la manera era que después de matarlos en las tapias del cementerio a éstos los volviésemos a cargar en el camión y los llevásemos a quemar al horno de la fábrica de cemento de Montcada». José S. relata cómo fueron asesinados centenares de religiosos, pero hay dos capítulos reveladores. Uno es la fuga del obispo de Barcelona Manuel Irurita. Sabían que en un grupo de seis religiosos que habían detenido se encontraba un «pez gordo», al que llamaban Uralita. Éste negoció con los anarquistas la entrega de joyas a cambio de ser liberado. Irurita abandonó el centro de detención, pero no volvió. El resto fueron fusilados. El otro suceso es el asesinato de más de 200 frailes maristas, con los que quisieron negociar su libertad a cambio de 200.000 francos franceses. Así narra cómo fueron felicitados por su superiores: «Nos saludaron a los patrulleros para felicitarnos por la caza de frailes que habíamos hecho y que ya nos divertiríamos luego cazando a estos conejillos afinando bien la puntería». Exilio dorado Según cuenta en su diario, José S. comprendió que la «revolución» podía ser pasajera. Después de pasar semanas cargando en su camión piezas religiosas robadas en las iglesias «coincidimos en la necesidad de guardarnos una piedra en la faja, por si la cosa cambiaba. Pensamos de quedarnos parte de estas piezas de las iglesias».
Así fue almacenando en su taller de reparación de coches piezas que a partir de 1938 fue enviando a Londres a través de un brigadista que conoció en Barcelona, Steve, que le arregló los papeles para poder entrar en Gran Bretaña y le ayudó a venderlas, repartiéndose las ganancias a medias. A partir de 1940, con los bombardeos alemanes de Londres, vendieron las obras y joyas que les quedaban («sacamos bastante dinero que nos ayudó a vivir sin problemas económicos»). Se compró una casa y trabajaba en el taller mecánico de Steve. Murió en 1974.
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