viernes, 11 de julio de 2008

Carta a los Españoles - Princesa de Beira (03)

Tercera y penúltima entrega de la Carta a los españoles de la Princesa de Beira. Esperamos finalizar en breve este interesante y extenso documento, tan actual en muchos de sus postulados como en el Siglo XIX.

"... Por esta razón, en efecto, muchos, antes liberales, ahora, observando los hechos y la vanidad de las grandes promesas del liberalismo, lo han abandonado ya y defienden francamente y con denuedo nuestros principios. Por último, es un hecho positivo e innegable que el liberalismo en España no se ha sostenido ni se sostiene sino por la fuerza. La fuerza material, digámoslo así, le dio el ser, y la fuerza material, se lo conserva. El carácter mar­cado de toda esta época liberal, después de concluida la guerra civil, ha sido la dictadura bajo éste o el otro general, dictadura que no ha concluido aún ni puede concluir, porque el liberalismo, en el último resultado, es la anarquía o la dictadura. Es verdad que esa dictadura continua impidió la completa ruina, pero eso mismo condena al liberalismo, pues ni la anarquía ni la, dictadura son el estado normal de la sociedad.

¿Y qué diría si hubiese de juzgar del liberalismo, no sólo por sus obras, sino también por sus principios? La soberanía nacional, digan lo que quieran ciertos liberales llamados conservadores, es uno de los principios fundamentales de todo el sistema constitucional moderado; y en sentido del liberalismo, de esa soberanía nacional emanan todos los poderes, todos los derechos, todas las leyes. Con esto se sustituye en todo la voluntad puramente hu­mana a la voluntad divina, y se niega todo poder, toda ley, todo derecho de origen divino. Ahora bien; esto no es solamente con­trario a la razón, sino también absolutamente anticatólico.

Por eso la soberanía nacional, entendida en el sentido del liberalismo, ha sido expresamente condenada por el Sumo Pontífice y los obispos católicos el día 8 de junio de 1862 por estas pa­labras:

"Y llevan a tal punto la temeridad de sus opiniones que no temen negar atrevidamente toda verdad toda ley, todo poder, todo derecho de origen divino." Y siendo este error uno de los principios fundamentales del liberalismo, es claro que todas las consecuencias que de él deduzcan los liberales están implícitamente condenadas, pues en buena lógica, de un principio falso no pueden sacar sino consecuencias falsas. Así negando el origen divino de toda verdad, de toda ley, de todo derecho, de todo po­der, los liberales infieren "que dos preceptos morales no necesi­tan la sanción divina; que no es necesario que las leyes huma­nas sean conformas al derecho natural, ni que reciban de Dios su fuerza obligatoria; afirman que no existe ley alguna divina, y niegan con osadía toda acción de Dios sobre los hombres y so­bre el mundo". Por medio de estos errores, también condenados, el liberalismo moderno tiende a constituir y ha constituido ya en varias partes un Estado ateo, excluyendo a Dios y a su Iglesia dio las leyes civiles, de las instituciones de las Asambleas y cuer­pos morales de la enseñanza y en cuanto puede, hasta del ho­gar doméstico, relegando a Dios allá a las altura, y la Iglesia al reino de los espíritus.Por eso el Sumo Pontífice y los obispos del orbe católico aña­den: "No se avergüenzan de afirmar que la ciencia de la filosofía y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apar­tarse de la divina revelación y sustraerse a la autoridad de la Iglesia."

Es otro dogma fundamental liberalesco que la razón humana es autónoma, y por consiguiente que es libre e independiente; que ella es árbitra suprema de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo. Que ella basta por sí sola para procurar el bien de las naciones y per eso los liberales de todo el mundo exaltan tanto la razón, su libertad e independencia sus fuerzas y sus progresos. Mas el Sumo Pontífice con todos los obispos católicos condenan también estos errores, diciendo: "Sientan temerariamente que la razón humana sin ningún respeto a Dios es árbitro de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo; que ella es ley a sí misma (autónoma) y que bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de las naciones." Añádase que el liberalismo moderno, tomando por principios fundamentales la soberanía nacional y la autonomía de la razón, anula de hecho toda autoridad legítima; pues no puede haber autoridad en donde todos, son soberanos ni autoridad legítima determinada y una en donde todos son autónomos. Y el sistema de mayoría inventado, para suplir a esta falta esencial de autoridad y de le­gitimidad no es más que una triste comedia, o más bien tragedia funesta, pues por una parte ha estado y está siempre falseando en su base, que son las elecciones en las cuales campean libremente las intrigas, las promesas, los compromisos, las amenazas, las violencias, y sobre todo, la influencia del ministerio entonces reinante y por otra parte el sistema de mayorías se resuelve en el derecho de la fuerza. Ahora bien, el Sumo Pontífice con los obispos condenan esa especie de autoridad y esa suerte de ma­yorías en estos términos: "De la autoridad y del derecho discurren tan tonta y temerariamente, que dicen con desvergüenza que la autoridad no es más que la suma del número y de las fuerzas materiales... y hollando todos los derechos legítimos toda obligación y deber, toda legítima autoridad, no dudan en sustituir al verdadero y legítimo derecho los falsos y fingidos derechos de la fuerza. "Además ha sido y es constante sistema del liberalismo sustituir al derecho legitimo los hechos consumados pretendiendo con este principio absurdo y subversivo justificar todos los atentados cometidos en toda la Europa, ya contra los tronos y contra los Reyes legítimos, ya, contra la propiedad y los bienes de la Igle­sia; como sí por este principio réprobo no se pudiesen igualmente justificar todos los crímenes del mundo. Con razón, pues, el Su­mo Pontífice y los obispos católicos condenan ese funestísimo prin­cipio liberal, reprobando esta proposición: "que el derecho con­siste en el hecho material"; y esta obra: "que todos los hechos hu­manos tengan fuerza de derecho".


Pero como el liberalismo, no obstante sus alardes de libertad, en llegando al poder viene siempre a parar en el mayor de los despotismos arrogando al Estado, es decir, a sí mismo un derecho ilimitado; sobre la legítima propiedad de la Iglesia Católica y sobre otros bienes llamados nacionales, también el Sumo Pontífice y los obispos le salen al encuentro condenando semejante error en estos términos: "Además se esfuerzan en invadir y destruir las derechos de toda legítima propiedad fingiendo e imaginando en su ánimo y en sus pensamientos un cierto derecho absolutamente ilimitado, del cual juzgan goza el Estado”. Al mismo tiempo el Sumo Pontífice condena el absurdo de “que el Estado sea la fuente y origen de todos los derechos”, cuando en realidad el Estado no crea propiamente derechos, sino que sus fines es más bien el de proteger los derechos que, o por naturaleza o por derecho divino, preexisten. Antes que existiese Estado alguno en el mundo, ya Dios reprobaba y condenaba la avaricia, la envidia y el fratricidio de Caín, e imponía a éste severísima pena por los derechos lesos en la persona de Abel. Y no hubo ni habrá Estado en el mundo capaz de sustituir a los derechos de Abel los vicios y el crimen de Caín.


Pero aquel absurdo principio de que “el Estado es fuente y origen de todos los derechos”, le parece al liberalismo necesario para sus fines; pues que, ya siga a los adocenados regalistas, ya se deje llevar de su instinto absolutista, lo cierto es que en medio de tanta libertad como promete, el liberalismo hace todo lo posible para que sólo la Iglesia Católica sea esclava, pretendiendo que sólo ella, cual si fuese niño menor edad, esté bajo la tutoría del Estado; que el Estado reciba sus derechos; y que el Estado puede y debe contener a la Iglesia Católica dentro de ciertos límites que no deben extenderse más allá del pórtico y la sacristía. He aquí por qué el Sumo Pontífice con los obispos levanta la voz y anatematiza dichos principios por estas palabras: “En verdad, no se avergüenzan de afirmar que la Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, y enteramente libre; que no goza de propios y constantes derechos que le hayan sido concedidos por su divino Fundador; sino que es propio el poder civil el definir cuáles sean los derechos de la Iglesia, y los límites dentro de los cuales pueda usar de sus derechos. De donde perversamente concluyen que la potestad civil puede mezclarse en las cosas tocante a la Religión, a las costumbres y al régimen espiritual; como también impedir que los sagrados ministros y los fieles puedan comunicar recíproca y libremente con el Romano Pontífice constituido por Dios, Pastor Supremo de toda la Iglesia… Y sirviéndose de toda especie de falacias y engaños, no temen andar publicando en el pueblo que los sagrados ministros de la Iglesia y el Romano Pontífice deben ser absolutamente privados de todo derecho y dominio temporal” ¿Qué más? El liberalismo, según su principio esencial de autonomía, no reconoce ninguna clase de deberes y obligaciones; propiamente dichos; y por eso los liberales, en su jerga liberalesca, no hablan jamás sino de derecho, no admitiendo si no ciertos deberes sociales o un proceder exterior conforme a la llamada legalidad. Y por la misma razón que no admiten deberes de conciencia porque prescinden de Dios y de todo derecho divino, tampoco admiten delitos ni crímenes sino puramente legales, y menos delitos políticos. Por eso en sus Códigos penales reducen el castigo a puras correcciones disciplinarias para dar satisfacción, no a Dios, al hombre o a la sociedad, sino sólo a la majestad de la ley ofendida. Por eso el Sumo Pontífice con los obispos condenan toda esa teoría que los revolucionarios formulan en estas pocas palabras: “Que todos los deberes de los hombres son un nombre vano”.


Pero se ha observado en todas las naciones que los adeptos al liberalismo, generalmente hablando, colocaban su felicidad suprema en los intereses materiales y en los placeres y comodidades de la vida, ansiando enriquecerse a toda costa y sin reparar en los medios para procurarse de este modo la mayor suma posible de comodidades y de felicidades. Así es que los bienes de la Iglesia Católica pasaron enteramente de las manos muertas, a las manos vivas del liberalismo.

De este modo aquellos bienes, que eran en realidad del gran patrimonio de los pobres, de los hospitales, de las casas de beneficencia; que eran los fondos de la enseñanza gratuita y el recurso de los talentos privilegiados que carecían de fortuna; todos esos bienes, digo, son ahora el rico patrimonio de algunos centenares de liberales poderosos. Por consiguiente, era natural que el Sumo Pontífice y los obispos defensores natos de los pobres; condenasen esos principios y esas tendencias materialistas y sensuales como lo, hacen en los términos siguientes: "Y hacen consistir toda la disciplina y honestidad de costumbres en aumen­tar y amontonar riquezas por cualquier modo que sea, y en sa­tisfacer a todos las perversos apetitos. Y con estos nefandos y abominables principios sostienen, alimentan y exaltan el réprobo sentido de la carne, rebelde al espíritu, atribuyéndole dotes natu­rales y derechos que dicen ser conculcados por la doctrina ca­tólica.

Nada por otra parte más común en el liberalismo que el exal­tar las fuerzas naturales de la razón humana y el deprimir al mismo tiempo la revelación y la doctrina católica, pretendiendo que la revelación, siendo imperfecta, está sujeta a un proceso con­tinuo e indefinido, y que sin esto, es incompatible con los adelantos de la razón humana, con la civilización y las luces del siglo. Esto encarecen todos los días los periódicos liberales en toda la Europa, llamando a los católicos, que sienten lo contrario, oscurantistas, retrógrados e ignorantes.

Mas la Iglesia Católica, maestra infalible de verdad, reprueba tales errores, diciendo: "Además no dudan afirmar con sumo des­caro que la divina revelación es imperfecta; que por esto está su­jeta a un continuo e indefinido progreso que correspondía a los progresos die la razón humana, y que la divina revelación no solo no es útil, sino que es dañosa a la perfección del hombre." Y, sin embargo, ¿quién lo dijera?, la pobre razón de los liberales, rene­gando, especialmente desde hace un siglo, de la revelación divina, retrocedió hasta el error más craso, más antinacional, más in­moral que vieron los siglos, pues vino a dar de nuevo en el panteísmo antiguo, "que confunde a Dios con la universidad de las cosas; que hace de todas las cosas Dios; que confunde la materia con el espíritu; la necesidad con la libertad; lo verdadero con lo falso; lo bueno con lo malo; lo justo con lo injusto".

Nada ciertamente más insensato, nada más impío, nada más repugnante a la misma razón, como se expresa el Sumo Pontificio con todos los obispos católicos. Ya se ve; los liberales exaltaron tanto la razón humana, que creyeran conveniente endiosarla para darse a si mismos autoridad y poder, mientras eliminaban a Dios de la sociedad, porque renegando del Dios verdadero, era consi­guiente que surgiesen dioses falsos a millares. De manera que renegar de Dios y endiosar, la razón, es lo sumo del progreso liberal, y el término de la autonomía, la cual en su ausencia es puro ateísmo, porque en último análisis implica ser uno autónomo, y no ser Dios. En vista, pues, de este fatal progreso del liberalismo, los católicos nos gloriamos de ser oscurantistas retrógrados.

¿Y qué diré de la opinión pública que el liberalismo moderno coronó neciamente por reina del mundo? ¿Qué cosa más insensata que poner como fundamento de un Estado, de sus leyes, de su gobierno, el mero fantasma, de la opinión pública? Y digo mero fantasma porque esa opinión pública no existió ni existirá jamás; pues tratándose de puras opiniones es incontestable aquel proverbio que dijo, que "cuantas son: las cabezas, otros tantos son los pareceres". Y siendo así, ¿quién hizo o podrá hacer jamás que millones de opiniones distintas o del todo contrarias formen una opinión pública que se pueda decir universal y una? Nadie, absolutamente nadie. Solamente la verdad es una y capaz de unir en uno solo y unánime sentimiento a millones de hombres. Sí, yo propongo esta verdad. Los hijos deben respeto, obediencia y amor a sus padres", la veré aceptada unánimemente por todos los hom­bres, no sólo de mundo civilizado, sino también de los pueblos bárbaros. Pero si en lugar de esa u otra verdad propongo una cosa que sea pura opinión, cada hombre se irá por su lado, y los liberales mismos serían los primeros, como autónomos, en decir, que la opinión es libre. Solamente la verdad liga y une los entendimientos, porque es su alimento y su vida; y solo ella es ca­paz de formar, no opinión, sino sentimiento, que sea universal y uno. La pura opinión deja libre al entendimiento de aceptarla o no aceptarla, porque por su naturaleza puede ser verdadera o falsa. Y es aquí por qué un gobierno que toma por regla la opinión pública, pudiendo ser y siendo con frecuencia falsa, cae en mil dislates y causa ruinas sobre ruinas porque el fundamento es falso. Además, la opinión es por su naturaleza incierta y vacilante, y por eso los gobiernos liberales se bambolean siempre como cañas agitadas de vientos contrarios. La llamada opinión pública cambia casi continuamente, y por eso en los gobiernos liberales hay un cambio continuo de hombres, de leyes, de constituciones. La opinión no une, sino que comúnmente divide a los hombres, y por esto el liberalismo fundado en ella, produce necesariamente divisiones sin número, llevando la división y, con ella la desola­ción hasta el seno de las familias. En fin, el Estado, fundándose en la opinión no puede serlo, pues con ello nada hay citable sino su inestabilidad misma.


Siendo esto así, ¿por qué el liberalismo proclama a la opinión Pública reina del mundo? Primeramente el liberalismo no ama a la verdad, porque ésta liga, y el liberalismo quiere licencia; la verdad conocida y no practicada, muerde y remuerde la conciencia, acusa y condena a los culpables, y el liberalismo no quiere nada de esto; la verdad como eterna y permanente da estabilidad y firmeza de carácter al individuo, a las familias, a las naciones; Y el liberalismo quiere continuos trastornos para medrar en ellos; la verdad es rígida e imperiosa, y el liberalismo quiere sacudir el yugo de toda autoridad que hable en nombre, de la verdad y de la justicia. Por otra parte, esta cómica opinión, reina del mudo, se acomoda con su flexibilidad a todos los caprichos y a todas las pasiones del liberalismo. Con ser reina del mundo, es, sin embargo, veleidosa; hoy levanta a un Ministerio y mañana hace barricadas para derribarle; hoy aprueba una Constitución, y apoco la hace trizas; ahora dicta una ley, y a la hora siguiente la borra. Y también los ministros liberales se hallan bien con la opinión pública, porque ella los cubre con su regio manto y los absuelve de toda responsabilidad, ya sea que ametrallen al pueblo; y le carguen y sobrecarguen de contribuciones; ya sea que pongan en cuestión la existencia del Trono; ya conculquen la propiedad y los derechos de la Iglesia. La opinión pública, reina del mundo, les hace tantos y tan señalados servicios, que con razón la rinden homenaje. Pero si esto es bueno para el liberalismo, no pude ser considerado sino como muy malo por todo hombre de sano juicio, y sobre todo por un católico que quiere ante todo y en todas las cosas el reino de la verdad y de la justicia.

Aquí tenéis pues, amados españoles, lo que yo pienso del liberalismo moderno; está, digo, juzgado y condenado por sus obras, por sus principios, por sus tendencias; y no puede menos de condenarle la sana razón, como en sus bases y principios fundamentales le condena la Iglesia católica. Y esto último debiera bastar para que todo español, so pena de no serlo más que de nombre, le volviera las espaldas y le reprobase. Entre tanto, y pues así lo deseáis, añadiré algo sobre nuestros principios monárquico-religiosos. Y esto no porque crea que tengáis gran necesidad de mis explicaciones, sino porque lo creo de alguna utilidad para tener un norte fijo en medio de tanta confusión como han traído las ideas liberales.

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