martes, 15 de abril de 2008

Carta a los españoles. Princesa de Beira

CARTA A LOS ESPAÑOLES - PRINCESA DE BEIRA


Aunque por mis cartas de 15 de septiembre y 30 de octubre de 1861, dirigidas a mi hijo Juan, se pudiera entender cuál debe ser nuestra conducta política en las actuales circunstancias, sin embargo, algunos desean mayores explicaciones para tener un norte seguro en los acontecimientos que pudieran de un día a otro presentarse. Con este fin se me hacen especialmente tres preguntas:

1) ¿Quién es nuestro Rey?

2) ¿Qué pienso yo del liberalismo moderno español?

3) ¿Cuál será nuestra divisa para lo futuro?

Aunque estas tres preguntas encierran un sinnúmero de cosas, trataré de responder a ellas con la mayor brevedad posible. Y en cuanto a la primera pregunta, además de lo dicho en mis precitadas cartas, debo añadir, que supuesto que mi hijo Juan no ha vuelto, como yo se lo pedía, a los principios monárquico-religiosos, y persistiendo en sus ideas incompatibles con nuestra Religión, con la Monarquía y con el orden de la sociedad, ni el honor, ni la conciencia, ni el patriotismo, permiten a ninguno reconocerle por Rey. Pues desde luego él proclamó la tolerancia y libertad de cultos, la cual destruye la más fundamental de nuestras leyes, la base solidísima de la monarquía española, como de toda verdadera civilización, que es la unidad de nuestra fe católica.

Los Reyes, nuestros antepasados, juraron siempre observar y observaron esta ley, desde Recaredo, sin interrupción alguna hasta nuestros días; y Juan, no solo no jura observarla, sino que más bien jura destruirla, no teniendo en cuenta sus catorce siglos de existencia ni los inmensos sacrificios que costó a nuestros padres, que pelearon siete siglos contra los agarenos para establecerla, ni que esa misma unidad de fe católica es nuestro mayor timbre de gloria, y que, aún políticamente hablando, es el medio más eficaz para que haya unidad y unión en toda la monarquía.

No por otro motivo, sino por este solo, nos envidian otras naciones, u por eso la combaten, porque prevén que esa unidad y unión que da a todos los españoles su fe católica, será el nuevo elemento de nueva y rejuvenecida grandeza para la España. El odio que profesan a esa unidad de fe los incrédulos y sectarios de todos los países es un motivo más para que todos los buenos españoles reconozcan su importancia suma y la aprecien en sumo grado. Sin embargo, Juan, por desgracia, parece tener más bien la opinión y la torcida intención de los sectarios incrédulos, que los sentimientos de todos los españoles, y ni aún siquiera repara que dar libertad de cultos sería como hacer leyes para extranjeros (lo cual no le toca a él) y no para españoles, profesando todos la Religión Católica. En fin, olvida que la tolerancia y libertad de cultos en Inglaterra y Alemania fue causa de guerras de religión que duraron un siglo, guerra de que nosotros estuvimos libres ¿Se quiere acaso que las tengamos? Proclamando pues tal libertad y tales intenciones, Juan no solo no jura observar la ley más fundamental de España, sino que se propone destruirla. Ahora bien, para ser Rey debe jurar todo lo contrario, y no haciéndolo no puede hacerlo. "E todo omme que debe ser Rey, antes que reciba el regno, debe hacer sacramento que guarde esta ley, y que la cumpla" (Fuero Juzgo, título I).

Nuestros Reyes de Aragón no tomaban nombre de Rey hasta después de haber jurado en Cortes la observancia de las leyes del Reino. Carlos II, disponiendo en su testamento que Felipe V fuese reconocido por Rey legítimo, añadía: "Y se le dé luego y sin dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y Señoríos".

No pedimos que nuestro Rey jure la observancia de todas las leyes antiguas; pero a lo menos debe jurar la observancia de las leyes fundamentales de la monarquía. Pero Juan, no solo pretende destruir la unidad de la fe católica, sino también la monarquía misma y la legitimidad, las cuales son incompatibles con la soberanía nacional que él proclama, y de la cual, como él dice "lo espera todo, teniendo en nada sus derechos legítimos si no los ve sancionados por la soberanía nacional" (Manf. 29 septiembre de 1860). Pretende, pues, ser monarca, y admite un monarca mayor de quien lo espera todo; proclama sus derechos, y dice que son nulos mientras no los sancione la soberanía nacional. Por todo lo cual no sólo renuncia de hecho y de derecho a su propia soberanía y legitimidad, sino que pone en cuestión la existencia de la monarquía, y borra todo derecho de legitimidad, no solo para si, sino también para sus descendientes; porque el pueblo soberano llamado a decidir, tendría derecho, si tal le pluguiese, de establecer una República, o de llamar a ocupar el trono a otra familia nacional o extranjera. La consecuencia de esto es que Juan abdicó de hecho y de derecho, y que esta su abdicación formal nos basta para reconocer por Rey a su sucesor legítimo, que es su hijo mayor Carlos VII.

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