miércoles, 30 de mayo de 2007

FRAY LEOPOLDO DE ALPANDEIRE


En el empíreo celeste de la santidad capuchina no podía faltar la estrella de Fray Leopoldo. Esta preciosa y breve semblanza, que hemos titulado Corazón de Oro, está escrita con cariño y amor profundo, con veneración si cabe. Basta leerla para percatarse de ello. Si lo bueno, por breve, es dos veces bueno, aquí tenéis una de las perlas mejores.¡Qué desgracia! Parecía como si no lo quisieran admitir en el convento a aquel campesino curtido por los aires de la serranía rondeña. Llamaba a la puerta... llamaba... llamaba... y nadie abría. ¿Qué pasa? ¿Es que se han muerto los frailes? No, están allí, están sí, pero no oyen. ¿Cómo es posible? Yo, -- piensa aquel joven serrano -- seguiré llamando a la puerta. Llama, insistentemente, durante cuatro años. ¡No consigue nada! ¿Y si fuese Dios el que no lo quiere en el convento?Entonces nuestro campesino decidió volver y tomar esposa; encuentra a la mujer de su vida. Él, hombre franco y leal como es, no oculta a su compañera, aquella vieja idea que, desde hace tiempo, da vueltas en su cabeza, como un berbiquí, poniéndola sobre aviso de que si una cierta puerta se abriese... él... ¿entendido?.Y así, justamente, sucede. Corría el año de 1899 y aquel mozo serrano, que cuenta ya treinta y cinco años, lo vuelve a intentar: o entra o corta por lo sano. Y entró. Las bisagras de la puerta del convento crujen, la llave chirría en la cerradura, una barba aparece en la puerta apenas abierta: hijito, dentro hay sitio también para ti.
El cuerpo del postulante traspasa el umbral y entra. He dicho: el cuerpo, porque con la mente y con el corazón, con el pensamiento y con el deseo, él, estaba ya desde hacía bastante tiempo en el convento. Ahora, cuerpo y alma, vuelven a encontrarse en el silencio del claustro.Pero, ¿de quién hablamos? De un tal Francisco Tomás Márquez Sánchez, nacido el 24 de junio de 1864 entre las rocas de la serranía de Ronda, en un pueblecito llamado Alpandeire. Nacía donde hacen el nido las águilas. ¿Era un presagio? Tal vez... Llegar a ello era una empresa. Francisco pudo recibir la Confirmación sólo a los veintisiete años, ya que el obispo no podía ciertamente subir a la cima de aquellos montes con la mula de Don Abundio...Pero, ¿Qué hizo el joven de Alpandeire en aquellos treinta y cinco años? Se dice rápidamente: ¡trabajó sin descanso! ¿Y después? ¡Y luego trabajó sin descanso!, ¿Y más tarde? ¡Más tarde trabajó sin descanso! Francisco era hijo de campesinos, y no nadaban en la abundancia: tenía que trabajar, y duro. O sea, entregarse al trabajo. ¿Y no sabía hacer otra cosa? Ciertamente que sabía hacer alguna que otra cosilla; pero esto os lo diré con palabras de su propia gente: ‘tenía un corazón de oro’. Ahora saben todos lo que quiere decir tener un corazón de oro: tener un corazón gran... de, grande, grande. Un corazón muy grande como el cielo que contemplaba desde los montes de Ronda; profundo como el océano que baña el occidente de España. Francisco era una perfecta obra del amor, del amor práctico, concreto, hombre de hechos hacia todos los necesitados. Entendámonos: no era rico en bienes o posesiones. El pan que comía lo tenía que sudar. Pero muchas veces el pan que él sudaba iba a quitar el hambre del estómago de otro. Francisco sudaba trabajando; pero más sudaba de amor al prójimo. Pan, zapatos, dinero y todo lo que ganaba: daba todo lo que caía en sus manos. Era poco, dirá alguno, porque poco tenía.
Te engañas: era mucho, porque era todo lo que tenía, y el valor de lo que daba crecía con el oro de su corazón. Este era el estilo de Francisco. Sin embargo, debemos volver al convento, donde lo habíamos dejado en presencia del Padre Provincial. Francisco se prepara para vestir el hábito. ¿Y la novia? Ya, la novia. La historia dice que se despidió de ella, su mozuela, diciéndole serenamente que había llegado el momento que, desde hace años, llevaba esperando. Le dijo más o menos: amor mío, quédate tranquila que este campesino tiene que marcharse. ¿Dónde? Tú lo sabes: ¿recuerdas que te había hablado de aquel juego que me daba vueltas en la cabeza, más todavía, de una cierta llamada? Ahora aquella obstinada puerta se ha abierto para mí: es que Dios me quiere allí. ¡Adiós! Y marchó a Sevilla.Hacia mitad de noviembre de 1899 vistió el hábito capuchino, comenzando así el año de noviciado. ¿Y sabéis donde recibió el hábito? Nada menos que en la pequeña celda, ahora transformada en capilla, que estuvo habitada por un celebre capuchino, un gran predicador, de corazón encendido, un hombre merecedor del título de Grande de España: el beato Diego José de Cádiz. Francisco no podía haber deseado cosa mejor. Y pensad un poco en el nombre que le impusieron: Leopoldo.Leopoldo significa audaz, valeroso en medio del pueblo. Le vino ¡clavado!Pero, ¿qué es un hermano capuchino, qué hace Fr. Leopoldo? Qué queréis que haga: lo suyo. Trabajar sin descanso. ¿Tal vez ha venido a un convento para conocer cómo es éste por dentro? Ha venido sencillamente para ser hermano, el hermano en la gloriosa tradición de los santos hermanos capuchinos, desde San Félix de Cantalicio, debe ser el "asno" del convento: el que trabaja, el que se cansa, el que se desvive por servir a los hermanos. Además, un verdadero hermano capuchino sabe que, fuera del convento, otros hermanos viven de la caridad del convento: por eso él trabaja también incluso para éstos. Un "verdadero" hermano, he dicho. Sí, porque es verdadero hermano capuchino sólo el que se hace santo en la escuela de Cristo, de María o de Francisco, siguiendo sus huellas. Y ahora decidme: ¿podríais vosotros pensar en una caridad hacia Dios, que no implique necesariamente y de hecho la caridad hacia el prójimo? El trabajo aceptado por obediencia religiosa y vivido como medio de santificación, nos da la verdadera imagen de Fray Leopoldo.Primero trabajó como hortelano. Le vino como anillo al dedo. No hay que hablar, en este caso, de su valor, sino que hay que añadir enseguida que la huerta se convierte, para él en una prolongación del coro y de la iglesia, en un lugar de contemplación, un medio para acercarse a Dios a través de las cosas sencillas salidas de sus herramientas de campesino. Y mientras nuestro hermano, entre ajos y cebollas, lechugas y legumbres aprende a ser santo, consigue cultivar mucho mejor la huerta, de modo que la verdura que llega al refectorio es una delicia para el paladar de los frailes. Sin olvidar las flores, que adornaban los altares o perfumaban los pies de una imagen de la Virgen María.Emitidos los votos solemnes, el 23 de noviembre de 1903, Fray Leopoldo fue destinado a Granada. ¡Granada! viene enseguida a la memoria aquella bellísima canción que lleva el nombre de una de las ciudades más bellas del mundo. Granada fue para nuestro hermano como la explosión de una granada: de hortelano a limosnero; del silencio del convento al estruendo de la ciudad; del recogimiento del claustro a estar expuesto a miles de ojos, a miles de lenguas, a miles de insidias, a miles de contrariedades. Fray Leopoldo no canta la célebre canción de Granada, canta su propio fíat, ¡hágase, Señor, tu voluntad! Es el canto del siervo obediente. Cuando la obediencia canta, el buen capuchino trota, galopa, vuela. Vox Praelati, vox Dei.Se necesitan, para aceptar algunas órdenes de la obediencia, fe y estómago; pero es así. Quien soñase con ser capuchino haciendo su propia voluntad, sería tan sólo un actor que hace el papel de capuchino. No es este el caso de Fray Leopoldo. Él carga sobre sus espaldas las alforjas y se echa a la calle. Es la voz de la obediencia la que lo lanza a vivir el Evangelio por las calles del mundo. Él que tenía alma y corazón de contemplativo. No importa, la obediencia lo puede todo.Eran, aquellos, tiempos difíciles para la Iglesia de España. El clericalismo del siglo que finalizaba, tomaba forma, entre otras, en leyes represivas, y se había adueñado de los gobernantes españoles, produciendo los efectos devastadores que todos conocemos: supresión de las Órdenes religiosas, confiscación de sus bienes, expulsión de los religiosos, la Iglesia gravada con los errores del antiguo régimen debido a la unión entre el trono y el altar, los cabecillas del radicalismo siempre en pie de guerra contra todo lo sagrado, la plebe ignorante se ve contagiada por la peste de la propaganda.
Fray Leopoldo limosnero tenía que pasar por el centro de las ciudades y de los campos envenenados. Improperios e insultos eran su pan de cada día, acompañados, a veces, de una que otra lluvia de piedras. El fraile pasaba sobrellevando el improperium crucis y viendo en los acontecimientos la voz del Señor que llama a su pueblo a la conversión. Pero la venida del Señor requiere un precursor y la llamada, aquí en Granada, recae sobre Fray Leopoldo. Su predicación está toda ella centrada en su comportamiento como religioso capuchino, y de su ejemplo toman fuerza y eficacia las palabras que salen de su boca. Todo lo que le echan encima, ya sea en estado sólido, gaseoso o líquido, lo considera como merecido. Su paso por entre la gente es una excelente ocasión para iluminar las mentes, suavizar los ánimos, ganar corazones para Dios tan ferozmente blasfemado, pasaba siendo el pacificador."¡Holgazán!", le dicen unos segadores, "trabaja en lugar de pedir limosna. ¡Bien nos podrías echar una mano!".¡Majaderos!, dijo uno: ¿Sabéis bien a quien habéis desafiado? "Dadme una hoz", dijo Fray Leopoldo, seguro de la asistencia divina en lo que iba a hacer. Y como se la ponen en la mano, el fraile, bien conocedor del oficio comienza, con afán, a segar. Siega como un auténtico segador. Incluso siega mucho mejor, porque lleva dentro lo que no tiene un segador: un corazón para amar a Dios y a los hombres, una ardiente pasión evangélica para llevarlos a todos a Cristo.Fray Leopoldo es un testimonio ambulante de la presencia de Dios en el mundo. Dar testimonio del Señor es una gracia, pero es también un riesgo. Al diácono Esteban le costó la vida. Y estuvo a punto de costarle la vida a nuestro limosnero un día, que le cayó encima una lluvia de piedras hasta el punto que aquello parecía una lapidación al estilo judío: un bien para él, hasta que un valiente se compadeció de él, lo levantó del suelo y lo retiró con los brazos todavía abiertos como si fuese un crucificado.Luego vinieron los años treinta, los tiempos de la España roja y de la guerra civil. Parecía que la nación debía sobrevivir sólo hundiéndose, incluso borrando del mapa a la Iglesia. Quien sabe algo de historia, aunque sea sólo un renglón, sabe bien de aquellos furiosos años, llenos de toda clase de barbaries, teñidos con el rojo de la sangre de sacerdotes, religiosos y laicos, culpables sólo por el mero hecho de ser sacerdotes y religiosos, fieles a su vocación, a Dios. Fray Leopoldo pasa por entre los revolucionarios y cada paso suyo es como un desafío a la muerte. Pero, extrañamente, algo detiene las manos homicidas de los enemigos: 2¡éste, dicen, no es un fraile como los demás!” En boca del enemigo, y, en concreto, de aquel enemigo, jamás se dijo alabanza tan alta y tan sonora.
De aquella alabanza no se apropió Fray Leopoldo ni le llenó de vanidad, porque la alabanza corresponde sólo a Dios; y luego porque, en los conventos de España, gracias a Dios, ya había otros frailes santos. Sin embargo, la gente se había dado cuenta de una cosa: que Dios miraba a los hombres que tenían los ojos de Fray Leopoldo. El azul de los ojos de Fray Leopoldo empañaba el rojo de los "rojos" de España.En cincuenta y seis años de vida religiosa el de Alpandeire, con la cantidad de agua pura que había bebido en el manantial del Corazón de Cristo, caminando, tras las huellas de los santos, había hecho mucho. Él iba adelante con paso bíblico: paso de gigante. Pero en su caminar traslucía al exterior toda la santidad que llevaba dentro, y la gente, que tiene olfato para estas cosas, siente que Fray Leopoldo desprende "olor" de santidad, corre luego en tropel, como enjambres de abejas, porque un santo es un bien común poco corriente que debe disfrutarse: de un santo se pretende todo. Pero tampoco un santo puede darlo todo: el todo que él puede dar es el todo de sí mismo. Y mientras se trate de darse a sí mismo, Fray Leopoldo no es como otro. No puede soportar cuando la gente lo llama "Santo"; y como no puede hacer nada, porque no puede tapar la boca de la gente, entonces sufre dentro de sí o espera que, al menos en este caso, no se cumpla el dicho: vox populi, vox Dei, que, por otro lado, sería el funeral de su humildad.Y nosotros, a aquella por así decirlo "voz de Dios", podemos unir ésta, que es de un sacerdote: "No era hombre de letras, no tenía estudios de teología; pero nos aventajaba a todos, porque poseía el gran secreto del conocimiento y del amor de Dios. Era todo un hombre de Dios". Fray Leopoldo continúa la tradición de los hermanos capuchinos de perfecta vida interior: ellos son superiores a los mejores cerebros de la ciencia. El teólogo habla de Dios; el santo vive de Dios. No todo teólogo es al mismo tiempo santo; pero sí todo santo es teólogo; porque pertenece a aquel grupo, a quienes el Padre ha querido revelar sus secretos. No quiero con ello decir que no sea de utilidad la ciencia de Dios; pero la sabiduría del Espíritu es de más utilidad: el Espíritu es capaz de purificar un alma hasta el punto de elevarla a la visión de Dios, como dice Jesús: "Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios".Para salvaguardar su unión con Dios Fray Leopoldo tenía como defensores a la vigilancia y a la penitencia, mientras que para garantizar su caminar seguro por la senda capuchina de la perfección, tenía la obediencia. Esta era una máxima del Santo limosnero: "Haciendo lo que está mandado, se acierta siempre". Y él acertó siempre, acertó en todo, aun cuando para ello tuvo que "tragar mucha saliva" (son palabras suyas).Hay que finalizar. No encuentro modo mejor, para acabar, que aquella especialísima manera de rezar, que fue particular de Fray Leopoldo: la oración de las "Tres Avemarías". Su manera de rezarlas encantaba a la gente, que lloraba de emoción y jamás se cansaba de oírselas rezar: le pedían rezarlas incluso por teléfono. Y él para contentar a todos, ciertamente no por hacer el actor, sino para rezar él, enseñar a rezar, alabar a María con la oración, inculcar la devoción a la Madre de Jesús.¿Quién, a este punto, se admirará del amor con que la gente rodeaba a Fray Leopoldo? Un fraile, tan humilde y bueno, no podía dejar de heredar la tierra, rodeándose del afecto de todos. No era el fraile el que buscaba estas cosas, sino el Señor el que suscitaba en torno a su siervo fiel la admiración de la gente, y todo ello para manifestar las maravillas de Dios para que el Señor sea glorificado. Ahora comprendemos mejor por qué aquel hombre de la montaña de Alpandeire, vistiendo el hábito capuchino, por un designio oculto de la Providencia, tomó el nombre de Leopoldo.Ahora el humilde fraile vive su día eterno, en el esplendor del Sol que no tiene ocaso. España Y el mundo no lo han relegado al archivo del olvido: su tumba en Granada atrae millares de peregrinos, gente de todas parte; gente que la cubre de oraciones, de besos, de flores, de exvotos, como pidiéndole excusas. Groserías, insultos, pedradas, malos tratos que otros españoles del pasado le habían reservado. Y ¿qué otra cosa puede hacer él, aquí abajo, sino sonreír, bendecir, interceder por su gente, e ir a la Madre de Jesús a recitarle sus Tres Avemarías?

Fr. Alfonso Ramírez PeralboVicepostulador de la CausaRoma – Postulación General OFMCap.
Tomado de la página www.frayleopoldo.org

1 comentario:

Anónimo dijo...

En Cataluña es muy seguido, ¿a qué se debe? imagino que es porque es muy seguido en Andalucia y por los andaluces que fueron allí