sábado, 21 de abril de 2007

BOINAS ROJAS EN AUSTRIA (2ª PARTE)

CAPÍTULO VII - EL ENTIERRO DEL REY
..... Hay otra mutación. Los compases de Wagner, solemnes y magníficos, lentos, majestuosos, fuego y oro de luz de majestad, se dijera que habían sido escritos para el entierro de D. alfonso Carlos y acompasan nuestras evocaciones.


Han pasado los años ... Muchos ... tantos,

que aquellos dos Infantes de mis cantos

hoy son ya dos ancianos patriarcas,


que han vivido pensando hacerse santos,

sin pensar que pudieran ser Monarcas.






Hay un temblor en nuestro hombro que nos distrae. Sin duda, han relevado alguno de los puestos, y, aprovechando la parada, cerramos un momento los ojos para ocultar nuestra emoción y seguir recreándonos en nuestros pensamientos. Vemos de nuevo al Rey anciano y paternal, pero con aquella indomable energía de carácter que hacía bajar la vista en su presencia cuando daba una orden.



Aún D. Alfonso, aquel Infante bravo,
joven y apuesto y arrogante un día,
tiene en su frente aquella bizarría
de su valiente mocedad de Zuavo
en la defensa de la puerta Pía.

Aquel heróico Zuavo pontificio
que ante el absurdo e infernal encono
de un militar con alma de fenicio,
brindó, como un exvoto, el sacrificio
de su vida y su sangre a Pío Nono.

Aquel alférez que, al mandar el Papa
la orden de rendición, se hace más fuerte

y lucha una hora más, hasta que advierte,
mientras un río de sudor le empapa,
que esprisionero y condenado a muerte.

Aquel bizarro corazón sin miedo,
que, al irle a desarmar, con tal denuedo
se defendió, que conservó en el cinto
su magnífica espada de Toledo,
herencia de su abuelo Carlos V.

Habíamos llegado a la capilla. El espejismo de óptica espiritual de nuestros pensamientos ha desaparecido de repente. Fué como un arco iris cuya hermosura acabábamos de contemplar absortos y que, al volver la cabeza sólo un instante, ya no existe.


¡Qué negra noche nos cayó sobre el alma! La realidad nos aplastaba como la mano de un coloso que aprisiona un mosquito.
Con el mayor esmero, con verdadera delicadeza de hijos cariñosos, colocamos el féretro sobre las anchas y fuertes cintas que le hundirían en el centro de la capilla, abierto de antemano, frente por frente al presbiterio.
¡Cúantas cosas se hundían con aquel féretro de bronce! ¡Cúantas cosas se iba a tragar en aquel féretro aquella tierra que se abría ante nuestros pies, con los bordes de su abertura disfrazados por flores y follaje, como queriendo remedar la enorme boca de algún monstruo que pretendía sonreir! ... ¿Sería más que el cadáver de un hombre lo que iba en aquel féretro de bronce? ¿Sería más, también, que el cadáver de un Rey?
¡Oh el recuerdo terrible del cadáver del Conde de Chambord, el gran Enrique V de Francia, que fué a la vez que el cadáver de un hombre, tío de nuestro Alfonso Carlos, el de la legitimidad de los franceses!... Y aquel otro recuerdo del Cardenal Enrique Estuardo, el descendiente de la Reina Mártir, que se llevó a la tumba, entre las suaves tonalidades de su capelo rojo, que debió ser como el proyecto de una boina carlista, las últimas esperanzas de restauración de los monárquicos legitimistas de Inglaterra, partidarios de los católicos Estuardos.

Estos dos históricos Enriques, igual que don Alfonso Carlos en España, fueron el postrer vástago de la rama directa y legítima de las viejas monarquías de Inglaterra y Francia.


Se habían colocado sobre el féretro, además de la Generalísima y de la bandera que habíamos traído de Pamplona, dos magníficos banderines: uno del Requeté de Sevilla, que había recorrido la España redimida en el coche de Fal, y otro de los gloriosos Tercios Navarros, que había sido saludado por las balas en los frentes de la nueva reconquista.


¡Con qué ternura contemplábamos, mientras el féretro se hundía, aquellos banderines! Navarra... Andalucía... Eran como los brazos amorosos que habían levantado a España.


Al apartar la vista con horror de aquella caja mortuoria, que se nos antojaba algo así como un arca de salvación que se traga el abismo a la vista del puerto, nos encontramos a la Reina. No la habíamos visto antes, y la primera impresión de su presencia fue sumamente dolorosa.


Envuelta en un largo abrigo de astracán negro, con un tupido velo que la cubría el rostro y la llegaba hasta los pies, estaba a nuestra izquierda, a un metro de distancia, en el puesto de honor y de dolor. Por debajo del velo, con su mano enguantada a la altura de los ojos y un pequeño pañuelo en la enguantada mano, secábase las lágrimas.


Apartamos nuevamente la vista, con una fuerte presión en el pecho y una niebla que quemaba en los ojos.


Pero era todo inútil. Delante de nosotros, Fal, Zamanill, Larramendi... hacían ímprobos esfuerzos para reprimir su honda emoción. Berasaín, Baleztena, Zuazola, Oyarzun, los muchachos de la patrulla... parecían estatuas de piedra con los rostros de fuego.


Un sacerdote cogía con una cuchara de palo porcioncitas de tierra negra que otro ministro del Señor le acercaba en una bandeja de plata, y las echaba sobre el féretro. Era tierra navarra, la Israel española, tierra que hace dos años, durante su permanencia en la frontera, habían cogido los señores con sus propias manos.


Las lágrimas rodaban silenciosas por los rostros de todos.


De repente empezó a oírse una voz, al principio deshilachada y turbia, pero que , a medida que iba avanzando en el discurso, iba robusteciendosu energía hasta acabar firme y vibrante. Era la voz del Príncipe Javier.


Y aquella voz fué en nuesto oído y en nuestro corazón un bálsamo suavísimo. Cerrábamos los ojos y parecía que venía del Cielo, como la voz de un ángel. Aquella voz decía:

"En solemne y público cumplimiento de la promesa que hice a V. M. nuestro bien amado Rey D. Alfonso Carlos, vengo en este momento inolvidable a renovar mi juramento de ser el depositario de la Tradición legitimista española y su abanderado hasta que la sucesión quede regularmente establecida. Mi juramento de sostener y guiar a la Comunión Tradicionalista Carlista española, debe cumplirse en la época más grave de su gloriosa existencia.; pero así como la vida del Rey que lloramos nos estuvo consagrada hasta su último trágico suspiro, así lo estará la mía hasta que Dios me otorgue la merced de terminar la misión de que estoy investido, tal como lo hubiera hecho el mismo Rey, Alfonso Carlos.


Al tomar la bandera que el Augusto finado ha puesto en mis manos, me dirijo a todos, recordando que la Comunión Tradicionalista es católica antes que nada, patriótica en la unidad intangible de las variedades regionales, y esencialmente monárquica a través del curso fecundo de una historia milenaria y auténticamente española.


La sangre de nuestros mártires de otros días ha hecho brotar generosa la de una muchedumbre de nuevos mártires que, ante el mundo desequilibrado de nuestros días, han mostrado a España levantándose en un arranque admirable de abnegación. La España que salvó a Europa rechazando a los moros; la misma que llevó a América la cruz y la civilización; la que impidió el dominio turco en la memorable ocasión de Lepanto. La misma que hoy llama con magnífico ejemplo a toda Europa para batir las hordas de los sin Dios y de los sin Patria, que intentan el aslato y la destrucción de la civilización y de la Cristiandad.


Vuestros gritos, "Dios, Patria y Rey", han unido a todas las fuerzas saludables en colaboración con el Ejército; unión que por la fe y el valor de los requetés, tendrá ya bastante garantía de no romperse jamás, restaurando, por la amistad inquebrantable de los combatientes, la armonía más fuerte que la vida, que es base de la justicia y sagrada utilidad del ejército y cimiento de la verdadera vida de las naciones.

Subyuga el honroso ejemplo de energía de la joven generación, ahora en armas, queriendo, con plenitud de viril voluntad, reconstruir la inmortal España creyente en Dios y en sus destinos universales, sobre las bases inconmovibles de la justicia, del orden moral y material y de la seguridad de todo bien, en prosperidad de la Patria común.

El llamamiento del Rey y el mío se dirige a todos, y espero que sea escuchado más allá de las trincheras y de los odios.


De todos modos, por duros que puedan ser los combates futuros, venceremos. Diríase qeu sólo cuando ya ha visto que la aurora de la victoria dora las cimas de la Patria, ha conseguido tomar descanso en la tumba el Augusto anciano cuyo cuerpo tenemos aún presente y que fué el último vástago directo de la gran dinastía carlista de los legítimos Reyes de España. La victoria es ya segura, y sobre ella se asentará la paz fecunda; el porvenir está asegurado, y no tardaremos en volver a este lugar para decir ante el sepulcro de V. M., presentando armas: Señor, os hemos obedecido; la victoria está acabada. Os damos gracias porque habéis sido el padre vigilante y el guía prudente que nos ha preparado esta victoria. La Dinastía Carlista, primera rama de la Casa Borbón, al extinguirse directamente, ha dejado cumplida su misión de salvar a la España eterna.


Al ascender al seno de Dios, no dejará V. M. de continuar guiando a España."


Cuando terminó el Príncipe Regente su patriótico y hermosísimo discurso, nuestros pechos respiraban con más facilidad.


Distraídos oyendo aquella voz, que era la voz de España, que no sabíamos a ciencia cierta si había salido del cielo o del sepulcro, no nos habíamos dado cuenta de que las lágrimas se habían secado solas en nuestro rostro.


No; aquel entierro de D. Alfonso Carlos no era la misma cosa que el de Chamford o el cardenal Enrique.


Porque el Carlismo, que no pudo morir con Carlos VII, ni antes con Carlos V, no cabe en ningún féretro.


Por la misma razón por la que no murió el Tradicionalismo con Vázquez de Mella.


Y por otra razón...


Por la cristalizada eternamente en las tres últimas palabras de García Moreno, otro político tradicionalista, Presidente de la República del Ecuador, cuando cayó sobre las gradas de la catedral cosido a puñaladas por el odio masónico:


Porque ... "¡Dios no muere!"

¡Con que limpieza comprendimos entonces la vieja fórmula monárquica!


El Rey ha muerto ¡Viva el Rey!


¡Bendito sea Dios!


La mano de la Reina, por debajo del velo que la cubría el rostro, era un pájaro negro, envuelto en una red, que llevaba en el pico una flor blanca.





TOMADO DEL LIBRO: BOINA ROJAS EN AUSTRIA, Reportaje sentimental. Impresiones de un viaje a Viena con motivo de la muerte de Don alfonso Carlos. En propiedad de la Junta Nacional Carlista de Guerra (Delegación de prensa y propaganda).


Muchas gracias al amigo Cristóbal por su colaboración en este documento.

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