martes, 17 de abril de 2007

BOINAS ROJAS EN AUSTRIA (1ª PARTE)

En este libro se relata la noticia del fallecimiento de Don alfonso Carlos I y el accidentado viaje que realizaron un grupo de carlistas españoles, encabezados por Don Manuel Fal Conde hasta Austria, con la remota esperanza de llegar a las exequias de nuestro rey, a tiempo. Con la precipitación, ninguno de ellos cambió sus uniformes por ropas civiles.


CAPÍTULO VII EL ENTIERRO DEL REY


Bajo la marquesina del andén, en la clara y risueña estación de Puccheim, nos estaba esperando Pujadas.

Deshojando las margaritas de la duda precipitadamente -¿llegaríamos tarde?, ¿llegaríamos a timepo?- le saludamos con enorme ansiedad.

- ¿Qué tal está Pujadas?

- ¿Cómo quiere que esté?

Toda la realidad se nos echaba encima en un momento ¡Cómo iba a estar Pujadas, el leal secretario y gentilhombre de D. alfonso Carlos, como lo fué primero de D. Jaime!

Todo de negro, y con la florida barba de obispo misionero, que subrayaba y sostenía un rostro entristecido, el gentilhombre de S. M. era la imagen del dolor.

- El entierro ha salido hace mucho, pero si se dan prisa acaso cojan a la gente todavía en la iglesia.

Acababa de decir estas palabras a Fal conde y a Larramendi, y fueron como una orden para todos. Montamos en tres coches y a los cinco minutos de dejar la estación con un pasmo de boinas rojas, llegamos a la puerta del castillo.

En buena hora llegábamos. Bajo el arco de entrada acababa de pasar la cruz alzada de la parroquia, seguida de dos largas filas de sacerdotes del lugar y de religiosos de la comundiad de redentoristas, que entonaban preces litúrgicas. Seguían luego grupos de niños de las escuelas, comisiones de bomberos y de veteranos de la gran guerra. La banda del Ayuntamiento, que tocaba una marcha fúnebre.

En el momento en que llegamos iba a pasar frente a nosotros la banda del Ayuntamiento. Después venía un pelotón del ejército austriaco, e inmediatamente detrás, sobre hombros de oficiales, el cadáver del Rey en un hermoso féretro de bronce cubierto por la Generalísima, la histórica bandera de las guerras carlistas, en la que hizo bordar don Carlos V la imagen de la Inmaculada Concepción, después de haberla proclamado por R. O. Generalísima de sus Reales Ejércitos.

Seguía la presidencia del duelo, constituída por la Reina viuda y el Príncipe Regente, las autoridades y las representaciones. Después seguía el pueblo en general.

Pero nosotros no vimos nada de esto ¿Qué a tiempo habíamos salido!

Fal Conde y Zamanillo, como los chicos de la escolta, iban en traje de campaña, y al pasar por delante del grupo que formábamos los españoles, el cadáver del Rey, saludamos militarmente, cuadrados, firmes, rígidos, pero con una carga de emoción en el alma que nunca habíamos sentido y que tenía vibraciones de contactos eléctrico cuando tocábamos con la mano derecha el vuelo de la boina.

Al levantar la vista en el segundo tiempo del saludo, observamos que el entierro se había detenido y que el Príncipe Regente se acercaba a nosotros.

A los pocos instantes habíamos sustituido seis españoles a los seis militares austríacos que llevaban el cadáver del Rey.

Y el cadáver del Rey entro de nuevo, y por vez última, en su castillo de Puccheim sobre hombros carlistas ¡Qué a tiempo habíamos llegado!

¡Y qué emoción la nuestra bajo aquella querida carga! A paso militar, con las boinas posadas como palomas malheridas y ensangrentadas sobre un hombro, y sobre el otro el féretro de bronce, a tantas leguas de la Patria, que había que cruzar tres naciones de Europa para volver a Ella, a los acordes de una marcha fúnebre que interpretaba una banda de música extranjera, íbamos a enterrar en el Destierro a un Rey de los carlistas, es verdad, pero con Él íbamos a enterrar también un extenso capítulo de la historia de España, lleno de sacrificios y de lealtades, de virtudes heróicas y de mala ventura.

¡Con qué emoción cruzábamos el parque, con nuestra amada carga a cuestas, hasta llegar a la capilla!

Los españoles éramos la nota pintoresca e inesperada del entierro; pero los rostros nuestros no espejaban la admiración y la sorpresa ajenas. No veíamos a nadie, cegados de emoción, y ya era mucho que lográramos seguir marcando el paso, como autómatas, en vez de echarnos a llorar igual que niños que se quedaran huérfanos.

Reconcentrados en nosotros mismos, ¡cuántos recuerdos veíamos desfilar con rapidez de paisaje viajero!

Unos acordes de Tanhauser tuvieron el poder evocador de traernos a la mente una semblanza en verso de D. Alfonso Carlos. Fué escrita hacía cinco años, cuando el Señor, a la muerte de su Augusto Sobrino, heredó la corona de espinas que ha ceñido las sienes de los Reyes legítimos desde la muerte de Fernando VII:

Nuesto Señor y paternal Monarca
Alfonso Caros de Borbón y Austria-Este,
tiene aspecto de anciano patriarca
y aire de gesta que su historia abarca
como un halo romántico y celeste.

Veíamos al Rey. Veíamos al Rey con sus ojillos resplandecientes y acerados, con su nevada barba, pequeña y puntiaguda, que completaba aquella forma de corazón que tenía la silueta de su cabeza, hendida por una enérgica raya en medio.

¡Qué bien suena su nombre de leyenda en los oídos Tradicionalistas!

Por una de esas rapipísimas mutaciones características de los sueños, la figura del Rey anciano desaparecía y se iba transformando en una estampa joven y arrogante.

¿Cómo olvidar sus triunfos y conquistas
siendo en aquella homérica contienda
Capitán General de los carlistas?

También veíamos a la Reina. Y también la figura menuda y golpeada por los años de la Augusta Señora se iba desdibujando hasta plasmar en la suave belleza de una princesa e veinte años.

Su dulce esposa, la gentil Infanta
Dª MAría de las nieves, tiene
corazón de mujer y alma de santa,
y cuando España en armas se levanta,
con su marido para España viene.

La visión se define perfectamente. Ahora nos puede recordar el cuadro que habíamos de ver al otro día en el Palacio de Viena. Aquel cuadro de la toma de Cuenca, obra del conde de la Roche, el hermano de Enrique V de Francia, el rey cojo y romántico de la bandera flordelisada que empuñó Santa Juana de Arco; cuadro en que aparecían los jóvenes Infantes, montados en soberbios caballos, al frente de los generales de su Estado Mayor.


Él la tizona que heredase empuña,

mientras hilvana escapularios Ella,

y ambos, Uno arrogante y Otra bella,

cruzan Valencia, el Centro y Cataluña

como dos personajes de epopeya.


Sobre aquel campo bélico y distante,

las egregias figuras del Infante

Y Dª María de las Nieves
proyectan los fantásticos relieves
de un retablo quimérico y distante.


Continuará . . . . .


TOMADO DEL LIBRO: BOINA ROJAS EN AUSTRIA, Reportaje sentimental. Impresiones de un viaje a Viena con motivo de la muerte de Don alfonso Carlos. En propiedad de la Junta Nacional Carlista de Guerra (Delegación de prensa y propaganda).

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