domingo, 13 de julio de 2008

Los Requetés no pasan factura

Artículo de don Manuel Fal Conde, IRREFUTABLE.
-----=====-----

El léxico popular de la guerra -y en tan apretado trance el que habla es el pueblo- pe­caba de desgarrado. La literatura épica no abun­da en madrigales. Y no solamente en denuestos para el enemigo: ideas, signos, personas, sino que la propia abnegación, el heroísmo escalofriante, eran denotados con motes, humorísticos o expresiones vulgares, cuando no groseras. Así, el desinterés y la abnegación ejemplares del Re­queté, de los carlistas todos, de las madres in­signes -loor a todas y mención especial de las de Artajona- merecieron este slogan: »los re­quetés no cobran factura”.

Y les requetés no han cobrado factura. Por­que ni la han pasado ni la pagaduría hubiera podido pagarla por haber otros dejado exhausta su tesorería.

¿Vamos a inventariar los sacrificios, la san­gre y las vidas; los medios económicos, los desvelos de las margaritas y enfermeras, las armas, la Prensa? Los sacrificios por la madre no se mi­den ni se pesan porque es mayor el amor.

Pero sí podremos, sin mezquindad ni egoís­mo, clasificarlos en estos cuatro géneros: servi­cio de guerra de nuestros heroicos o Incompren­didos requetés; preparación para la misma de la que gran parte, la de las regiones carlistísimas de Cataluña y Reino de Valencia, se malograron por infidelidad con la Patria de los jefes mi­litares, cobardes o claudicantes, en cuyos cuar­teles fueron inmolados nuestros muchachos pre­sentados. Allí, según consigna que habíamos da­do Don Javier, Príncipe Regente, y yo, Delegado del Rey; el aporte doctrinal conservado por la Comunión en la propaganda y en las luchas con­tra los poderes constituidos serviles a la revolu­ción liberal, de cuyo rico acervo doctrinal parte se ha incorporado al Estado surgido de la Victo­ria, parte flota en verbalismos irreales y parte ha quedado menospreciada o desconocida. Y la cuarta clase de aportaciones meritísimas es la conservación del principio monárquico.

Porque la Monarquía no se improvisa. Ninguna generación, por dinámica y fecunda que sea, puede crear lo que por su naturaleza, por su esencia misma, es creación de los siglos: Obra de los siglos, que quiere decir resultado del consenso sucesivo de varias generaciones. (En la condición de lo sucesivo, de lo transmitido, está el valor vinculante de la Tradición).

Balmes dirá en sus escritos políticos que tampoco las familias reales se improvisan. En su orden sucesorio, en su transmisión por ley de herencia está, correlativamente, el valor vinculante de los reyes al bien común del pueblo.

Este concurso moral del Carlismo, concretamente de la dinastía legítima, a la Cruzada consta de dos puntos de rica vitalidad jurídica: la propia legitimidad sucesoria y la Regencia.

En el anterior artículo decíamos que no habiendo existido en el alzamiento nacional expresión alguna, condición o nota monárquica explícita, la había puesto, y solo la Comunión, implícita en su exigencia al concurso de sus cuadros y de sus medios militares. Esta era, que en vez de los partidos políticos del régimen liberal, se incorporará todo nuestro pueblo, sin distingos ni diferencias partidistas, al nuevo orden mediante sus representaciones or­gánicas, forales y representativas.
Y para suplir un concepto que la voracidad de la linotipia se “comió”, repitamos este párra­fo: “esa naturaleza orgánica DE LA SOCIEDAD POLÍTICA, EN BUENOS PRINCIPIOS IMPLICABA LA MONARQUÍA». Lo subrayado es lo omitido y so consigna aquí porque en el concurso de la Comunión al alzamiento, aún sin forzar el argu­mento con la exigencia de la bandera, estuvo presente el ideal constructivo monárquico.

Pero monárquico tradicionalista, porque régi­men de partidos, en tanto les compete la participación en las tareas de gobierno, es indife­rentemente monárquico-liberal o republicano. Más aún, en la literatura política, el rey que rei­na y no gobierna, salta las barreras de lo ma­yestático y cae pronto en la bufonada.
Régimen, por el contrario, de estructuras or­gánicas cuyas libertades públicas y cuyas representaciones anta la soberanía política se fraguan orgánicamente, es, por la sabiduría de los siglos y por la fidelidad de la herencia, Mo­narquía Tradicional.

Pero la “bufonada” acabó en tragedia. Por boca de Jesucristo sabemos cómo acaban los pudores ilegítimos: huída y abandono.

En el contraste de procederes que explica la divina parábola, la dinastía legítima, por el contrario, conservó fiel su derecho. Enseñó León XIII el derecho de los pueblos a darse la forma de gobierno o a elegir el príncipe que ha de ejercer la autoridad que sólo viene de Dios, pero condiciona la sabiduría del Papa: con tal que sea justa y tienda a la común utilidad. Por lo cual, salvo la justicia, no se prohíbe a los pueblos el que adopten aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su natural o a las instituciones y costumbres de sus antepasados.
Mas esa dinastía legítima conservada por un maravilloso ejemplo de virtud cívica y de patriotismo inigualado, quebraba en su línea directa. Si los estragos que la ilegitimidad había causado en sus líneas genealógicas, indignificando a muchos, no tenían subsanación condenándose las causas de exclusión, la Regencia ejercería su función discriminatoria, potestad de albaceazgo, operación procesal sucesoria, para declarar quien fuera EL PRÍNCIPE DE MEJOR DERECHO.

El Carlismo –puestas a prueba de Dios sus virtudes características: la fortaleza den la esperanza- pasó varios lustros pendiente de este designio soberano: “el Príncipe de mejor derecho”.

No es esa una regencia en la que tome parte mediata o inmediata la elección. La elección, vístasela como se la quiera vestir, asemeja a lo monárquico a lo republicano presidencialista.

Tampoco es una Regencia institucional. Con­servan para España validez las palabras de Cas­telar en las Cortes del 69, cuando nuestros le­gisladores, entremezclados de masonería y am­biciones extranjeras, buscaban rey de alquiler por las Cortes europeas: «La regencia, dictami­naba Castelar, durará hasta que la república lle­gue a la mayor edad». Y llegó.

Esta Regencia, propia de la previsión del Rey Alfonso Carlos, revestía estos caracteres dignos de la nobilísima Dinastía de la realeza espa­ñola:

Aseguramiento de la continuidad dinástica como principio fundamental de la Monarquía.

Subordinación del orden genealógico a la legitimidad en el ejercicio.


Los fundamentos de esa legitimidad en el ejercicio son: la Religión y su Unidad Católica; la constitución orgánica de los Estados y cuer­pos de la sociedad; la federación histórica de las regiones y sus fueros y libertades que son las integrantes de la unidad nacional; la autentici­dad de la Monarquía española a la que repug­nan tanto las innovaciones sucesorias como los plagios extranjerizantes.

(Las facultades conferidas al Regente eran fidedignamente monárquicas y genuinamente legitimistas).

Por eso, contenían los dos documentos providentísimos de Don Alfonso Carlos, 23 de enero y 10 de marzo de 1936, las claras y concluyentes razones de exclusión de los príncipes de la rama liberal y los que la reconocieron y sirvieron.

Y contiene, finalmente, la reiterada salvedad de los derechos de don Javier a la sucesión a la que agrega que eso sería su deseo por LA PLENA CONFIANZA QUE TENGO, decía, EN TI, MI QUERIDO JAVIER, QUE SERÁS EL SALVADOR DE ESPAÑA.

Una nota más caracterizaba la institución de la Regencia carlista en tan benemérito Príncipe: la oportunidad histórica. Determinada por la extinción de la línea de Don Carlos María Isidro, en ocasión de haberse extinguido el régimen constitucional por abandono del trono que hacía necesaria una guerra, que bien fácilmente se preveía de hondísima y tremenda aflicción, se requería una restauración al par de la sociedad maltrecha y de la dinastía rota, volviendo tal vez al tronco de Felipe V, para renovar sus fundamentos y designios.

Oportunidad elegida por la sabiduría política del Rey Carlista en 1936. Oportunidad de 1939. Hace treinta años.

No hay comentarios: