martes, 1 de enero de 2008

EL CURA SANTA CRUZ


Este mismo era el aspecto de la cosas cuando yo estaba en Francia. Los mozos vagaban por las calles medio muertos de hambre, y sin que nadie se preocupara de ellos; los oficiales, por el contrario, vivían en los cafés, muy bien tratados y echando planes al por mayor; y entre los que tenían la alta dirección, no todos estaban dotados de aquella energía y talentos que son necesarios para tan altos puestos. En una palabra; se procuraba cubrir las apariencias; pero en realidad, la traición estaba tramada.


Y aquí me pregunto yo: ¿Con que título podían licenciar las tropas carlistas? Cuando los mozos se alistan en cumplimiento de alguna ley, tienen obligación de retirarse cuando el Gobierno lo ordene; pero los carlistas no tomaban las armas obligados por ninguna ley, sino voluntariamente y movidos solamente por la excelencia y la justicia de la causa que defendían, y por la confianza que abrigaban de conseguir su fin. Y así, mientras subsistiesen estas dos razones, nadie podía obligarles a desistir de su intento. Y ¿Quién puede decir que, al tiempo del convenio de Vergara o de la entrega de Amorebieta, faltaran gentes o medios de continuar la guerra con probabilidades de buen éxito? ¿No acudían en tropel los mozos, cuando veían aparecer en el campo algún hombre, que estuviese animado de sanas intenciones y de voluntad de vencer? ¿No sucedió esto con el cura Sierra? ¿Qué no hubiera conseguido éste, si, desoyendo órdenes inicuas, hubiera continuado en la lucha? ¿Qué hubiera sido de los liberales, si se hubieran puesto al frente de los carlistas muchos hombres de este temple?

He aquí, expuestas brevemente, las ideas que a mí me impulsaron a lanzarme por fin al campo.

Reuní, pues, mis muchachos; y lo primero que exigí de ellos fue un compromiso serio de no abandonar las filas a su capricho, como sucedía con lamentable frecuencia; lo segundo, una conducta ejemplar, la que convenía a los intereses sagrados que defendían. Gracias a Dios, solo a uno de ellos tuve que despachar por borracho y a otro, por haber correspondido con groserías a una pobre mujer que le dio hospedaje; y solo una vez tuve que cortar una mala conversación que entablaron en mi presencia mis oficiales.


Contra los espías tuve que proceder al principio con mucho rigor para imponer espanto; de lo contrario, me hubiera sido imposible dar un paso por ninguna parte. De otros rigores que empleé, no soy yo el que tengo la culpa, sino aquellos que me dieron causa justísima para ello.


¿Qué había de hacer yo con aquel espía, a quien llamaban Jacas, hombre astuto y que, como decían, valía por todo un regimiento? Le prendí en Anoeta, a media hora de Tolosa; allí, muy cerca, en Irura, había fuerzas liberales. Yo no tenía ánimo de fusilarle; pero él, con la intención de dar tiempo a que acudieran sus amigos, todo era exclamar en voz muy alta: "Santa Cruz!!! Santa Cruz!!! Por tres veces le intimé que se callara y que echara a andar; y las tres veces desobedeció mi orden; entonces mandé hacer fuego contra él. En cambio, los liberales acudieron enseguida ¿por qué habían de hacerlo prisionero y asesinarle a bayonetazos al párroco de Anoeta, que asistió a Jacas en sus últimos momentos?

Innumerables fueron los atropellos que cometieron los liberales con mis amigos. A mi hermana la metieron en la cárcel de Tolosa y la amenazaban con fusilarla. Para librarla, me adelanté con 20 muchachos hacia el camino de Tolosa, prendí a un coronel con cinco oficiales y los llevé atados a Irura, donde tenía mi gente. –Soltad enseguida a i hermana, y no molestéis a mis amigos, porque me obligaréis a hacer lo mismo con los vuestros.

A un padre y a su hijo asesinaron en Aya, solo por ser amigos míos. Por la misma razón dieron muerte a Muguerza, hombre honradísimo y muy querido en toda la provincia. Si en Endarlaza cayeron más de 30 carabineros, ellos tuvieron la culpa. Cuando yo me acerqué allí con mi gente, ellos levantaron bandera blanca; pero al acercarse algunos muchachos míos, les hicieron fuego a bocajarro y echaron a huir; entonces ordené a los míos hacer fuego; y solo tres escaparon con vida.


De mí no se diga nada; varias veces estuve en peligro de muerte; y en cierta ocasión introdujeron fraudulentamente a dos mozos liberales, que se vendían por amigos míos, pero que después resultó que venían armados secretamente, y dispuesto a asesinarme.


Pero lo que yo cuidé más que la misma vida, fue la honra. Atento siempre a no crear dificultades que me estorbasen los propósitos que tenía para más adelante, nunca quise estar solo, sino que siempre me acompañase un oficial; así pudo decir en cierta ocasión una honrada mujer: -De don Manuel dicen muchas cosas, pero ninguno le ha tachado de inmoralidad.


Por lo demás, estaba tan lejos de mi ánimo estos rigores, que me acuerdo bien de lo que me sucedió la primera vez que tuve que apelar a un paisano que faltó de su puesto al hacer la centinela; que tuve que volver la cara al otro lado para disimular las lágrimas.


Poco más de medio año llevaba de esta vida tan azarosa, cuando al fin me persuadí de que la causa estaba perdida. Aunque me cueste trabajo el decirlo, no daba don Carlos pruebas de ser muy conocedor de las personas, al rodearse de consejeros tan poco aptos y fieles a su señor.

Una vez que me decidí a retirarme, di noticia de ello a mis muchachos, con una pena que verdaderamente me arrancaba el alma. Nadie puede figurarse el amor que les cobré, precisamente por la fidelidad que siempre tuvieron. Si muchos supieran el amor que les tenía, no se extrañarían tanto del rigor con que castigaba a los que cometían alguna tropelía con ellos, como sucedió muchas veces.


Me retiré de Lila; hice enseguida Ejercicios; y desde allí mandé el dinero que aún tenía a don Luciano Mendizábal para que lo devolviese a las personas que yo le señalé, sin que yo me quedase con un céntimo.

No faltaron personas que, con el fin de alejarme, me hicieran insinuaciones de venirme a América, prometiéndome muy buenas recomendaciones y esperanzas de medrar y enriquecerme; pero a todas ellas contesté yo, que si iba a América, sería únicamente con el fin de hacer vida de misionero y consagrar todas mis fuerzas en provecho de las almas.

El Señor me ha cumplido estos deseos, y me ha dado a manos llenas trabajos con que santificar mi alma, y fruto abundantísimo, sobre todo en muchísimos indiecitos, a quienes Dios ha querido colmar de gracias por mi medio.

Sea todo para mayor gloria de Dios y de su Santísima Madre.

Manuel Ignacio Santa Cruz

Pasto (Colombia) 16 de julio de 1918.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Recomiendo la visita de las siguientes páginas:
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Anónimo dijo...

Documental sobre la vida de general carlista:

http://es.youtube.com/watch?v=QZBLZ5Q4uyc

Anónimo dijo...

¿Dónde puedo conseguir estas cartas escritas por el Cura Santa Cruz?